jueves, 1 de agosto de 2013

El control de constitucionalidad concentrado: ¿es incompatible con el control de convencionalidad?



I._ La Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Cabrera García y Montiel Flores v México[1], mediante el voto razonado del juez Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot, sostuvo que el control de convencionalidad interno adquiere un carácter difuso por cuanto todos los jueces nacionales tienen el deber de ejercerlo –aún de oficio- de forma extensa (vertical y general), lo cual a tales efectos, los convierte en “jueces interamericanos”.[2] A través del control de convencionalidad interno, los jueces nacionales se convierten en los primeros intérpretes de la normatividad internacional (si se considera el carácter subsidiario, complementario y coadyuvante de los órganos interamericanos con respecto a los previstos en el ámbito interno de los Estados americanos) teniendo por  función garantizar la aplicación del corpus juris interamericano.[3]

         También expresó que en los sistemas de control de constitucionalidad difusos, el  “control de convencionalidad” adquiere un mayor alcance o intensidad,  al tener todos los jueces nacionales la atribución de inaplicar la norma inconvencional.[4] En cambio, en los sistemas de control de constitucionalidad concentrados el grado de intensidad del “control difuso de convencionalidad” decrece notablemente, en la medida que, los jueces sólo podrán ejercer dicho control mediante interpretaciones conforme de la Convención Americana y de la jurisprudencia convencional que tengan como fin la mayor efectividad de los derechos en los términos expresados por el principio pro homine.[5]

En el caso “Gelman v. Uruguay (supervisión de cumplimiento de sentencia)”[6], la Corte Interamericana de Derechos Humanos estableció el siguiente estándar:

* Cuando existe una sentencia internacional dictada con carácter de cosa juzgada respecto de un Estado que ha sido parte en el caso sometido a la jurisdicción de la Corte Interamericana, todos sus órganos (incluidos los jueces) están sometidos al tratado y a la sentencia dictada. Esto los obliga a garantizar, que los efectos de las disposiciones de la Convención y de las decisiones de la Corte Interamericana, no sean contrariados por la aplicación de normas contrarias a su objeto y fin o por decisiones judiciales o administrativas que hagan ilusorio el cumplimiento total o parcial de la sentencia. En este supuesto, se está en presencia de la cosa juzgada internacional,  lo cual obliga al Estado a cumplir y aplicar la sentencia dictada.[7]

* Cuando un Estado no ha sido parte en el proceso internacional en que fue establecida determinada jurisprudencia, por el solo hecho de ser parte en la Convención Americana, todas sus autoridades públicas y todos sus órganos (incluidas las instancias democráticas, jueces y demás órganos vinculados a la administración de justicia en todos los niveles) están obligados por el tratado, por lo cual deben ejercer en el marco de sus respectivas competencias y de las regulaciones procesales correspondientes, un control de convencionalidad de la emisión y aplicación de normas, en cuanto a su validez y compatibilidad con la Convención, como en la determinación, juzgamiento y resolución de situaciones particulares y casos concretos, teniendo en cuenta el propio tratado y, según corresponda, los precedentes o lineamientos jurisprudenciales de la Corte Interamericana de Derechos Humamos.[8] La eficacia interpretativa del corpus juris interamericano tiene por objeto asegurar  el cumplimiento de las obligaciones asumidas por los Estados parte en los términos establecidos por los arts. 1.1 y 2 de la Convención Americana.[9] Por ende, la “norma convencional interpretada” (res interpretata) adquiere efectos erga omnes, pudiendo los Estados apartarse de la “jurisprudencia interamericana”, siempre y cuando, se realice una interpretación razonada y fundada que permita la mayor efectividad posible del derecho humano en cuestión.[10]  


II._ Desde un análisis interno de los rasgos estructurales del Estado constitucional de derechos, Prieto Sanchís[11] sostiene que, en términos comparativos, el control de constitucionalidad difuso es más eficaz que el control de constitucionalidad concentrado, y a la vez, expresa una deferencia más respetuosa de la ley. [12] 

En primer lugar, el control de constitucionalidad concentrado es una cuestión de políticos y no de las personas (en la medida que la legitimación procesal activa está habilitada exclusivamente a sujetos políticos) que aparece como la culminación del proceso legislativo.

En segundo lugar, las Constituciones de los Estados constitucionales de derecho con su fuerza normativa irradiante de los contenidos sustanciales, sólo puede alcanzar su máxima expresión como garantía de los derechos, cuando todos los jueces pueden hacerlas valer junto a la ley pero con preferencia respecto de la ley.

En tercer lugar, el control de constitucionalidad concentrado es un cuerpo extraño en el constitucionalismo del siglo XXI, un residuo de otra época y de una concepción (la kelseniana) que negaba expresamente la incorporación de normas iusfundamentales abiertas e indeterminadas que condicionaran a las leyes y consideraba que la Constitución no podía ser conocida por los jueces ordinarios porqué esta no era una verdadera fuente de los derechos sino una fuente de las fuentes. Oportunamente,  Kelsen[13] expresó sus reservas al referirse a los principios incorporados al derecho positivo sin que se precisaran al menos la forma en que debían entenderse. En dicho caso, la ausencia de un contorno delimitador, posibilitaría que tanto el legislador como los órganos de ejecución de la ley estuvieran autorizados para llenar discrecionalmente el espacio dejado por la Constitución y la ley. Pero mucho más peligroso aún, sería la función que podría llegar a cumplir la justicia constitucional, la cual basada en criterios de justicia o libertad provenientes de un principio sin formato definido, estaría habilitada para imponer una concepción emergente de la mayoría de un tribunal constitucional opuesta a la mayoría de la población, y por ende, a la mayoría del Parlamento que hubiera votado la ley. Por ello, para evitar un desplazamiento del poder del Parlamento a una instancia ajena a este y que podía llegar a transformarse en un representante de fuerzas políticas distintas de las que se expresaban en el Parlamento, Kelsen aconsejaba que si la Constitución creaba un tribunal constitucional, debía abstenerse “de todo este tipo de fraseología y, si quiere establecer principios relativos al contenido de las leyes, formularlos del modo más preciso posible”.[14]

Por último, en la actualidad no es posible sostener la idea de que existen materias constitucionales y materias ordinarias como dos ámbitos totalmente diferenciables, por cuanto en todos los problemas en los que actúa la justicia, se aplica directa o indirectamente la Constitución como parámetro de validez. El diseño de una jurisdicción constitucional separada de la jurisdicción ordinaria reposa en  la proyección ilusoria de que pueden existir  o pueden ser delimitadas materias constitucionales y materias ordinarias, como materias nítidamente separadas, cuando en realidad, el derecho constitucional impregna, irradia, rematerializa y resignifica de forma permanente al ordenamiento jurídico secundario o inferior. 

III._  Uno de los principales rasgos sustanciales del Estado constitucional de derecho es que la fuerza normativa de los derechos consagrados en la Constitución, los torna plenamente operativos y posibilita la generación de respuestas concretas frente a las pretensiones iusfundamentales de las personas. Esta gran virtud se proyecta en la imagen de una Constitución  particularista que responde a la idea de poder obtener una respuesta célere e inmediata cada que vez que se la requiera. Mucho más aún cuando una Constitución invita a Instrumentos Internacionales sobre derechos humanos a compartir el espacio supremo del sistema de fuentes del ordenamiento jurídico.

            Que cualquier juez pueda hacer efectivos los derechos fundamentales consagrados en la Constitución mediante el control de constitucionalidad y los derechos humanos mediante el control de convencionalidad expresa la máxima expresión de garantía secundaria que un Estado constitucional de derecho puede ofrecer en la actualidad. Que los jueces en todas las causas en las que actúan puedan cumplir la función de “juez interamericano de la convencionalidad interpretada” posibilita que los argumentos expuestos por la convencionalidad nutran las particularidades de cada caso. Esto obliga a los jueces a tener que realizar un mayor esfuerzo argumental y a priorizar las interpretaciones pro homine.  También auspicia tiempos de repuesta inmediatos y la posibilidad de una revisión ponderada de distintas instancias judiciales.

            En cambio, el control de constitucionalidad concentrado coloca en unas pocas manos el ejercicio del control de convencionalidad (con lo cual el universo de jueces interamericanos se reduce notablemente) generando respuestas procesales dilatadas y más generalistas que particularistas.

            En términos de modelos ideales comparados, indudablemente el control de constitucionalidad difuso posibilita un control de convencionalidad  mucho más expansivo; en tanto, el control concentrado se parece más a una pieza de otra época, pensado para otro paradigma constitucional y otras realidades globales.

            En base a lo expuesto, me atrevo a sostener como tesis que el control de constitucionalidad concentrado es incompatible con un control de convencionalidad observado en su máxima expresión instrumental.  Mucho más aún en aquellos modelos –como el argentino- donde existe un control de constitucionalidad difuso en pleno funcionamiento. Por ello, en dichos supuestos, el intento de sustitución por un sistema de control de constitucionalidad concentrado implicaría una conducta estatal regresiva de la aplicación pro homine de la convencionalidad interpretada por parte de la mayor cantidad de jueces interamericanos posibles.

Un buen punto para reflexionar cuando, una y otra vez, en nuestro país se insiste con la idea paleoinstrumentalista de establecer un sistema de control de constitucionalidad concentrando, sin detenerse a mirar por un minuto, el ensamblaje del art. 75 inc. 22 de la Constitución argentina que provee la exigencia del control de convencionalidad difuso desde la propia Constitución y desde el derecho internacional de los derechos humanos.



[1] CorteIDH, Caso “Cabrera García y Montiel Flores v México” (Excepción Preliminar, Fondo, Reparaciones y Costas)”, 26 de noviembre de 2010 
[2] Ib., Acápite 24.
[3] Ib., Acápite 24.
[4] Ib, Acápite 36.
[5] Ib, Acápite 37.
[6]  CorteIDH Caso “Gelman v. Uruguay (supervisión de cumplimiento de sentencia)”,  20 de marzo de 2013.
[7] Ib., Acápite 68
[8] Ib. Acápite 69
[9] Ib., voto  razonado del juez Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot, Acápites 44 y 45.
[10] Ib., voto  razonado del juez Eduardo Ferrer Mac-Gregor Poisot, Acápite 53.
[11] Prieto Sanchís, Luis, El constitucionalismo de los derechos. Ensayos de filosofía jurídica, Trotta, Madrid, 2013, p. 171.
[12] Prieto Sanchís, Luis, El constitucionalismo de los derechos. Ensayos de filosofía jurídica, Trotta, Madrid, 2013, p. 171.
[13]  Kelsen, Hans, “La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional”, en Escritos sobre la democracia y el socialismo, Editorial Debate, Madrid, 1988. En la obra ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, mediante una extensa nota a pie de página (la número 10), reitera la totalidad de dichos conceptos (Kelsen, Hans, ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución?, Tecnos, Madrid, 2009).           
[14] Ib., p. 141.

2 comentarios:

  1. Sería bueno que revisaras esto si quieres tener una visión completa del "control de convencionalidad": http://biblio.juridicas.unam.mx/revista/pdf/DerechoInternacional/13/art/art2.pdf

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